miércoles, 28 de octubre de 2009

Yo no.

Otra mañana, una más, de tantas. Abres los ojos y sonríes al verme tendida junto a ti, con el pelo extendido como una cascada oscura sobre la almohada y mi cuerpo escondido bajo las suaves sábanas blancas. Te gusta que esté ahí.

Te levantas, te duchas, te vistes… El olor a café recién hecho llega a nuestra habitación en cálidas y tentadoras oleadas, y tú tarareas de nuevo la misma canción de todas las mañanas, la que dices que es nuestra canción. Y me miras, me sonríes aunque sigo dormida, y te acercas para acariciar mi mejilla como si aún no estuvieras seguro de que soy real. Te gusta mi sonrisa, mi pelo, el tacto de mi piel. Te gusto yo.

Entonces es cuando me despierto, pero no abro los ojos. Finjo dormir, tendida, lánguida, inmóvil. Te observo de reojo ajustarte el nudo de la corbata y observarte en el espejo. Qué presumido eres cuando crees que no te veo. Buscas algo por la estantería, desesperadamente. Tienes prisa y, déjame adivinar… no encuentras las llaves. Me gustaría hacer como que todo el escándalo que montas no me despierta, pero sé que no sería creíble. Así que abro un ojo, uno sólo.

- Están en la mesa de la cocina.

Ahora me observas como si fuera tu salvadora, esa alma cándida que te guía a ti, despistado por naturaleza, con toda la bondad y la belleza del mundo fusionadas en su ser. La felicidad, ese sentimiento tan condenadamente intenso en el que vives sumido, brilla como una sombra latente en tus ojos, en tu rostro. Te acercas, me besas, me susurras “gracias” al oído. Y, por supuesto, mientras sales de la habitación, las palabras de rigor…

- Te quiero.

No contesto, nunca lo hago. No hace falta, o eso dices tú. Y nunca me preguntas por qué no lo hago. No has oído esas palabras salir de entre mis labios desde aquella vez, la primera vez, en la que las pronuncié sin pensar. Nunca supe ni sabré cómo pude mirarte a los ojos y pronunciar en voz alta una mentira tan grande. Aquel día, haciéndote feliz, me di cuenta de que era mala, mala como nadie. Qué cosas.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba jugando, de que me aprovechaba de ti y de tu bondad, de que había dejado que nuestra amistad sobrepasase los límites de esa palabra, de que había permitido que las cosas se nos fueran de las manos… Y de que lo había hecho deliberadamente, por diversión.

Y me sentí culpable. Nunca antes había experimentado la culpa, ¡no sabía lo que era! Ahora, cada vez que recuerdo ese dolor punzante en la nuca, ese nudo en la garganta que difícilmente me dejaba respirar… ahora sé que ni el castigo que me he autoimpuesto es suficiente para remendar todos mis errores. He metido la pata tantas, tantas, ¡tantas veces! Y tú fuiste mi mayor error, el mayor daño que he causado nunca…

Eras mi mejor amigo, tan dulce, tan leal. Y me querías. Yo a ti también, no me malinterpretes, pero no de la misma manera. Eso no, eso nunca. Yo tardé años en darme cuenta de lo que sentías… Y cuando lo hice quise jugar, como hacía con tantos otros, sin darme cuenta de que tú eras más importante que todos ellos juntos. Tú, que me habías recogido tantas veces del suelo cuando estaba echa pedazos, tú, que me habías dado la mano para guiarme en los peores momentos… Tú me querías, y me quieres de verdad. En el fondo siempre tuviste la esperanza de que también te quisiese, y de que debajo de mi caparazón de chica cruel hubiese este alma cándida que finjo ser ahora. Pobre iluso.

Cuando me di cuenta de lo lejos que nos había llevado mi juego, cuando pronuncié por primera y última vez las palabras prohibidas, fue entonces cuando supe que, si me echaba atrás, te perdería por completo. Todo se había desmadrado, y yo te había mentido tanto…

Cómo duele la culpa. Cómo agobia saber que no es justo lo que has hecho, y saber que no tiene solución. Así que me puse freno a mi misma, y mi otro yo se enfadó, lloró, gritó, al ver sus alas de libertad arrancadas de cuajo. Ya vale, me dije. Ahora debía pagar por lo que había hecho.

Este es mi castigo. Tú eres mi castigo. Sé que no es lógico, porque en definitiva mi convivencia contigo no es difícil, ni es dura, aunque la culpa vuelve cada vez que me susurras al oído que me amas, cada vez que me sonríes y cada vez que me explicas lo mucho que significo para ti. También sé que no es justo, porque te mereces algo mejor, aunque sé que tú querías estar conmigo, y estaré a tu lado hasta que dejes de quererlo. ¿Y sabes por qué? Porque, aunque me odio al decirlo, a tu lado no soy feliz. No lo suficiente… Mi infierno es tu cielo, pero tú te mereces ser feliz mucho más que yo… así que seguiré aquí hasta que tú digas basta.

Me pregunto por qué no me preguntas por qué no te digo que te quiero. En ocasiones, incluso, dudo de si sabes todo lo que pasa por mi cabeza, si eres consciente de que, en realidad, no lo hago porque no te quiero, pero aún sigues empeñado en que algún día recapacitaré, me haré buena y me enamoraré de ti perdidamente. A veces, he de admitirlo, me gustaría pensar que podría ser así. La mayoría de las veces, sin embargo, simplemente, me pregunto cómo puedes llegar a ser tan iluso.

La cuestión es… que me gusta el olor a café por las mañanas, y la canción que tarareas, esa que dices que es nuestra. Me gusta como te miras al espejo mientras te haces el nudo de la corbata, y como acaricias mi mejilla, como si yo solo fuese un sueño que se prolonga más de lo debido, como cuando despiertas y aún ves a la persona amada junto a ti, en la cama, con el cabello negro cayendo como una cascada oscura sobre la almohada y el cuerpo escondido bajo la sábana.

viernes, 9 de octubre de 2009

Nueve de Octubre...

Cierras los ojos y te lo reprochas a ti misma, una, otra y otra vez. Porque sabes que nada ha cambiado, que todo sigue igual.

Llegas a casa y cierras la puerta con ese gesto con el que se tira un día, con el que se quita la hoja atrasada del calendario cuando todo es igual y tú lo sabes. Al entrar, sientes la extrañeza de tus pasos resonando ya por el pasillo antes de moverte, y enciendes la luz para volver a comprobar que todo sigue en su sitio, que las cosas están exactamente colocadas, como lo han estado siempre y como lo estarán dentro de un año, a este paso…

Y después te bañas, respetuosa y tristemente, igual que una suicida; miras tus libros como miran los árboles sus hojas caídas, y te sientes sola, humanamente sola, porque todo es igual y tú lo sabes.

Pero, ¿cómo hacer que las cosas cambien cuando no eres capaz de plantarte frente a él, respirar hondo y pronunciar esas dos palabras que saben a tabú?

Cuántas veces has oído eso de que “el que no arriesga no gana”… Y de qué poco te ha servido, no has borrado ni una pizca de tu miedo al cambio, de ese absurdo terror que le tienes a perderlo todo cuando no tienes nada. ¿Eres feliz? No. ¿Quieres serlo? Sí. Y sabes como podrías conseguirlo, sabes que deberías intentarlo, que no debes dejarlo todo como está porque esta situación te hace daño, porque a este paso no vas a progresar nunca…

Y lo intentas. ¡Por fin! Fijas en él tu mirada, intentas llamar su atención con las cosas más tontas, y da resultado. Te ve, te oye, se da cuenta de que existes, de que estás ahí. Y eso te gusta… ¿Por qué no dar ya el paso final? Hablas con él, tomas aire, y aprietas los puños hasta que sientes tus propias uñas hundirse en las palmas de tus manos. Vas a decirlo…

Pero otro “te quiero” muere en tus labios, donde comienza a verse un cementerio. No eres capaz, el miedo te atenaza, sientes tus rodillas temblar, las piernas no te responden…

Y de nuevo cierras los ojos, y te lo reprochas a ti misma una, otra y otra vez. Porque sabes que nada ha cambiado, que todo sigue igual…

…y otra vez te sientes sola, humanamente sola, porque TODO ES IGUAL, Y TÚ LO SABES.


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Sí, todo es igual y lo sé...
En fin, ya he vuelto del unas largas vacaciones, ahora el intituto se come todo mi tiempo, y mi creatividad no está precisamente en su momento más álgido.
Espero que no os disguste demasiado.
Gracias por leer, como siempre.

..Xidre..