lunes, 9 de marzo de 2009

Nueve de Marzo

Nueve de Marzo. Hoy es un día especial para mí. Hoy he recibido buenas noticias, y también malas; me he sentido derrumbada y feliz; y no he podido evitar recordar...
No me gusta esta fecha, ni los recuerdos que conlleva atados a sí misma, pero una parte de mí no puede evitar conmemorarla... ¿Y qué mejor manera de publicar aquí un texto que escribí el mismo nueve de Marzo, pero hace exactamente un año? Advierto que no es especialmente feliz, sino que claramente como pide la ocasión... triste. Espero que, pese a todo, os guste.

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---Dolor---

Llorar. Eso era todo lo que quería, lo que necesitaba. Sumergirme en un mar de lágrimas y no salir a la superficie nunca más, ahogarme en él mientras la desesperación carcomía mi mente, desaparecer… Pero no podía. Debía mantenerme serena al menos hasta que todas aquellas personas se hubiesen marchado.

Poco a poco, las cercanías de la tumba de mi familia fueron quedándose vacías, despobladas. Todo el mundo se despedía de mí con una sonrisa amable y cortés, unas palabras de ánimo y un “lo siento”. Y besos, besos y más besos por todas partes: de familiares, amigos, vecinos, conocidos… y desconocidos. Todo el mundo esbozaba sonrisas llenas de falsa tristeza, todo era pura falsedad. Y aquello no hacía más que acentuar mi pena.

Era difícil sentir otra cosa aparte de tristeza cuando la muerte te pasaba tan cerca y se llevaba consigo a los seres queridos. Mi padre, mi madre, mi hermana pequeña… Ya no me quedaba nadie, y no me sentía lo suficientemente fuerte como para soportarlo.

Cuando todas las personas que habían acudido al funeral se fueron, mi máscara de dureza se rompió en pedazos, y caí al suelo rota de dolor. Me habían abandonado, me habían dejado sola, a merced de la tempestad, por así decirlo. ¿Por qué?

El llanto afloró, a la vez que el dolor, a la superficie. ¿Qué iba a hacer yo ahora? Tenía apenas dieciocho años recién cumplidos, acababa de terminar el instituto… Y no me sentía capaz de enfrentarme yo sola a la vida. No es que me viera en apuros económicos, mis padres me habían dejado una sustanciosa fortuna, pero me sentía tan sola, tan desamparada, tan desprotegida…

Todo había ocurrido dos días antes. Papá llevaba unos días algo nervioso, y aquella mañana se le notaba aún más: tenía ojeras y cara de estar enfermo e infinitamente preocupado. Aquella mañana se empeñó en sacarnos a mamá, a Lilian y a mí de la ciudad, como si hubiese algo de lo que quería huir. Mamá accedió encantada, como buena excursionista, y Lilian era todavía demasiado pequeña como para que sus quejas tuviesen algún efecto, pero yo me negué. No, no y no. Discutimos, y al final se fueron los tres solos.

El día pasó con suavidad, lentamente, pero a la hora del crepúsculo comencé a preocuparme. Ya deberían haber regresado… Oscureció, y las horas se volvieron angustiosas, pesadas. Marqué todo el rato el número de móvil de mis padres, pero nadie respondía… Y entonces sonó el teléfono.

- ¿Margaret Johnson? – preguntó una voz de hombre, grave y un poco metalizada.
- Sí.
- Tengo… Tengo malas noticias para usted.

Y allí estaba yo, dos días más tarde, sollozando como una niña sobre la tumba de mis únicos familiares, de mis progenitores y mi pequeña hermana de siete años… Desde el instante en que sonó el teléfono mi mundo parecía empeñado en desmoronarse, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Tardé un poco, pero finalmente hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y me levanté, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano. “Tu aspecto es lamentable”, me habría dicho mamá. Pero ella ya no estaba allí para eso… Ni para nada, en realidad.

Conduje hasta mi casa, pero cuando llegué a la puerta no me vi capaz de entrar. Me senté en la hierba del jardín, estropeando aún más aquel vestido negro que esperaba no tener que volver a ponerme nunca. Era bonito, pero simbolizaba tanto dolor y acumulaba tantos malos recuerdos…

Supongo que perdí la noción del tiempo, porque cuando me quise dar cuenta ya era de noche. Las estrellas brillaban sobre mi cabeza, y no pude evitar recordar la película del Rey León, en la que le decían a Simba que su padre le observaba desde el cielo, desde las propias estrellas, y deseé que mis padres también pudieran hacerlo. Yo no era especialmente creyente, pero el desamparo producido por la falta de mis progenitores me llevó a desear que, desde donde quiera que fuese, pudieran observarme y, en definitiva, pensar en mí, recordarme y echarme de menos. Como yo les añoraba y lloraba su ausencia.

De pronto, una fina lluvia comenzó a caer sobre mi cabeza, y tuve que levantarme y olvidar mis ensoñaciones. Subí las escaleras del porche y, tras tomar todo el aire que pude, introduje la llave en la cerradura.

Un frío extraño y desolador se apoderó de mí. Tenía que marcharme, que alejarme de aquella casa todo lo posible, lo supe en cuanto mis pasos resonaron con eco en aquella enorme casa vacía y fría. Ya no había nada que me atase a ese lugar, ni siquiera unos buenos recuerdos, pues en aquel momento estaban sepultados bajo la pena, y entendí que tenía que irme.

Corrí hasta mi habitación casi con los ojos cerrados para no tener que ver las habitaciones de mis padres y mi hermana, tan vacías y desoladoras sin ellos. Abrí el armario con energía y comencé a hacer la maleta, sabiendo que mientras me mantuviese concentrada en ello no se me caería el mundo encima.
La maleta se fue llenando de ropa, neceseres y bolsas de zapatos, y el armario y mi habitación se iban vaciando a la vez. Cogí un jersey blanco que me encantaba y lo aplasté contra el resto de las cosas: a aquel paso me iba a tener que sentar sobre la bolsa para que cerrara. Suspirando, me volví hacia el armario y me fijé en lo que había quedado al descubierto al tirar del suéter.

Mis regalos de cumpleaños. Allí estaban, asomando, aún sin ordenar desde que me los habían entregado la semana anterior. Habían quedado sepultados en el fondo del armario, a espera de una mejor colocación, y los últimos acontecimientos me habían llevado a olvidarme de ellos.

Los fui sacando, uno a uno. Unas deportivas, una chaqueta de cuero, dos libros, un CD, una cámara de fotos, un colgante con una extraña piedra y una pulsera hecha de un material desconocido. Todo fue a parar a la maleta, aunque en el último momento extraje el CD y la pulsera y los metí en el bolso.

También tomé la cámara fotográfica y miré en la memoria las fotos que ya había hecho. Tan sólo había una, del mismo día de mi cumpleaños: mis padres y mi hermana sonreían desde la pantalla, claramente divertidos. Recordé la escena y sollocé; había pasado tan poco tiempo desde entonces y habían cambiado tanto las cosas…

Pero no, no era momento de llorar otra vez. Me sequé las lágrimas, me cambié de ropa y cerré la maleta para cargarla escaleras abajo. No tardé en meterla en el coche, y me subí yo también. Metí las llaves en el contacto y… Y no pude arrancar. Volví a coger la cámara de fotos y salí del auto.

Ahora ya había una segunda imagen en la memoria: mi hogar, o la casa que lo había sido durante dieciocho años, quedó retratada en la cámara y en mis recuerdos. En aquel momento, las campanas de la iglesia dieron las doce campanadas.

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