martes, 22 de junio de 2010

Alice garabateó en su cuaderno las primeras frases de todo lo que quería expresar, luego las emborronó con tachones. No sabía cómo empezar, cómo describir todo lo que su propia voz chillaba en su cabeza, martilleando sus sienes y llenando sus ojos de lágrimas, después de la peor tarde de su vida. No había palabras suficientes, no había frases adecuadas.

Con un resoplido buscó en el bolso la cajetilla de tabaco y encendió un cigarrillo. Una amarga sonrisa enfermiza y marchita se esbozó en su rostro mientras daba la primera calada, imaginando cómo él entraría en cólera si la viese fumando de nuevo. En realidad, aquello no era más que un coletazo de rebeldía, el último de un pez que agonizaba fuera del agua, porque deseaba hacer todo lo que a él le molestase. Por una vez, deseaba hacerle daño, daño de verdad. Quizá así él aprendiese a no destrozarla a ella.

Con un suspiro perdido entre humo gris, y lágrimas cristalinas rodando mejillas abajo, se preguntó para qué servían, en realidad, las ilusiones. No eran más que una pérdida de tiempo, una dañina y peligrosa pérdida de tiempo. Con la idea ya en su cabeza, dejó el cigarrillo en el cenicero y tomó de nuevo el bolígrafo.

“¿De qué sirven las ilusiones? ¿De qué me sirve a mí, pobre estúpida, emocionarme e ilusionarme con sueños baldíos y esperanzas vanas, cuando vuelves a decepcionarme una y otra vez? Ojala supieras todo el daño que me estás causando, que me causas, con cada mirada y cada día bueno. Porque a nuestros días buenos les siguen los peores, los peores de la historia.

Ayer alimentaste mi alegría con una de tus sonrisas, me regaste como a una planta marchita con el agua sanadora de tu mirada, me hiciste sentir bien, bien de verdad. Hoy… hoy te hallo entre sus brazos, soñando con su rostro, no con el mío.

Nunca es el mío el rostro afortunado. Antes de ti hubo muchos otros, otros cuyas límpidas miradas me engañaron, y cuya habilidad para infligir dolor en mi corazón ya de por sí dañado me hizo pensar que no me merecían, porque nunca era yo la elegida. Jamás, en tantas otras ocasiones, alguno de ellos osó pensar en mí como yo deseaba que lo hiciera. Y tú… tú eres otro más, otro nombre en esta lista a la que deseo poner final.

Que sí, que lo sé, que soy una romántica empedernida. Busco el amor, el de verdad, en los ojos de todos aquellos que me devuelven la mirada, busco la felicidad de los cuentos infantiles junto a alguien que pueda concedérmela sin reparos, sólo a mí. Tus ojos oscuros me prometieron el cielo, tus manos suaves y amables, un mundo que explorar y compartir… tu sonrisa me juró un amor que no sentías, pero que yo creí leer en ella. Eso es lo que pasa siempre. Me ilusiono demasiado pronto, me lanzo a la piscina sin dudar y espero a que los sueños me bombardeen con idílicos paisajes y escenas. Y luego… luego llega la decepción, la explosión que lo destroza todo, el llanto.

Nunca supe elegir bien. Lo veo en tus ojos, no eres el adecuado para mí. Pero siento el tiempo correr y sé que no puedo pararlo, y miles de rostros pasan ante mí y nunca veo en ellos lo que quiero ver. Estoy asustada. Quizá el problema es que nunca ha habido nadie para mí, nadie como lo que yo busco. Tal vez me he vuelto a equivocar, a soñar demasiado.

Esta vez… esta vez te odio de verdad. Soporté estoicamente la situación cuando me enteré de que no era yo la que poblaba tus sueños, pero hoy he sabido que no lo aguanto más. Vive intensamente cada segundo de los que te quedan como has planeado, disfrútalos todos con ella, es lo justo. Esboza a lápiz cada paso de vuestras vidas en común, dibuja tus ilusiones, siéntelas, emociónate. Vive, de verdad, vive la vida que me has quitado, la que has sorbido de mis labios en cada uno de mis suspiros, la que me has robado sin derecho alguno.

De nuevo inválida y rota por dentro, insegura a cada paso y asustada, más que nunca, en cada recodo del camino; pero tuya, muy tuya, me despido.”


Trazó su firma en el papel mientras los sollozos rotos brotaban a borbotones de su pecho. Deseó, con todas sus fuerzas, no haberle conocido nunca, no haberle amado y, ahora, no llorar por el tiempo perdido, las ilusiones vanas y los sueños rotos. Quiso poder borrar lo vivido de un plumazo, porque sus errores ya no servían para aprender, sino para expandir el veneno de la amargura por sus venas... Pero era consciente no podía volver atrás en el tiempo.

Arrancó la hoja del cuaderno y la arrugó para meterla en su bolsillo. El cigarrillo se había consumido ya en el cenicero, y una nueva hoja en blanco era todo lo que le ofrecía su cuaderno de tapas negras. En ella, con la furia de un odio amante o un amor odiado, escribió con trazos fieros y alargados tan sólo dos frases:

“Hoy lo odio todo de ti. Dime, entonces, ¿por qué te amo?”

Poco a poco, lentamente, las lágrimas amargas llenas de un dolor ya desvaído por el tiempo, consumieron esas últimas palabras.





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*Xidre.