martes, 9 de marzo de 2010

Nueve de Marzo.

Nueve de Marzo.

Entre los barrotes de la ventana, podía observar la brillante esfera dorada que coronaba el cielo descender hacia el seno del horizonte. Suspiré y cerré los ojos, deseando grabar aquella imagen de desoladora belleza en el interior de mis párpados para que fuese lo último que ver aquella noche.

Nueve de Marzo.

Y no quedaba ni una brizna de esperanza en mi interior, sabía que ni un milagro podría salvarme ahora. Me embargaba una fría serenidad resignada, una pasividad laxa y vana, relajada. Nada podía hacer ya, ¿para qué esforzarme?

Aquella noche moriría, pagando por un crimen que no recordaba haber cometido. Había llorado todas mis lágrimas en una triste serenata de muerte para mi alma y ahora, cuando ya ni la esperanza permanecía, era consciente de que mi dolor había sido en vano. Porque desde el primer momento, antes del juicio, todos sabían cuál iba a ser la sentencia. Culpable. Sin pruebas, sin indicios, sin confesión; culpable. El cálido sabor de la injusticia en mi paladar me recordaba mis gritos de angustia cuando me habían encerrado en aquella prisión a la espera de la ejecución de la sentencia.

Nueve de Marzo.

El aire olía a muerte, y los últimos rayos de sol, de una luz rojiza, eran un elocuente augurio de sangre. Pensé en rezar, pero no recordaba haber aprendido nunca. En realidad, recordaba más bien poco de mi vida antes del juicio: ni siquiera sabía con certeza cuál era mi nombre. Era como si las lágrimas lloradas hubiesen arrastrado cada recuerdo consigo.

Me vi arrastrada fuera de la cárcel, maniatada, amordazada. Otras mujeres, de miradas asustadas y rostros empapados por las lágrimas recientes, se encontraban en la misma situación que yo. Eran once, once jóvenes, once almas en pena, cuyo destino finalizaba aquella noche sangrienta del nueve de marzo. Verlas a todas, temblorosas y pálidas, me hizo compadecerlas, pese a que yo iba a vivir su mismo final, por ser tan tontas y no haber perdido ya la esperanza. La resignación era mucho menos dolorosa.

Entonces la trajeron a ella. Sus ojos azules, de color angelical, destilaban un brillo de tinieblas que hizo que me recorriera un escalofrío. Era rubia, diminuta, de no más de quince años, pero su piel supuraba tanta perversidad como sus ojos. He de admitir que me asustó estar en presencia de semejante criatura de aspecto inocente e interior peligroso.

Pero no me dio tiempo a pensar mucho más. Pronto nos vimos cegadas las trece con unas vendas oscuras, y fuimos conducidas hacia una calle ancha que, a juzgar por los gritos de odio que nos acogieron, estaba llena de gente dispuesta a jalear nuestra ejecución.

Pude sentir el aura malvada de la niña rubia junto a mí durante todo el trayecto, y mi estómago se estremecía del horror de tenerla cerca. Gracias a los cielos, aquello no duró mucho, y pronto volví a ver: las últimas luces del día me desvelaron mi propia imagen, y la de las otras doce, atada a aquellos postes que pronto se convertirían en trece hogueras que iluminarían la noche del sediento de sangre nueve de marzo.

Un sacerdote nos ofreció con sus rezos la posibilidad de una redención divina, pero todas cerramos los ojos con fuerza, al unísono, rogando aún porque no fuera necesario el perdón divino. No todavía.

Un guardia prendió su antorcha y con ella fue encendiendo nuestras hogueras. Primero la de la niña rubia, luego la mía, luego las demás. Un sobrecogedor silencio se adueñó de todos los presentes, que esperaban con un deseo sádico empezar a oír nuestros aullidos de dolor.

En mi interior, sentí como si me arrancaran algo de las entrañas, y contuve los deseos de gritar. Cerré los ojos, esperando el dolor, o la muerte, o lo que fuese. Sin embargo, cuando los abrí, todo había cambiado. Recordaba mi nombre, Alice Liddle. Recordaba mi vida. Y sabía con certeza qué debía hacer. Las otras chicas parecían haber experimentado el mismo cambio, y un cántico siniestro se elevó al entrelazarse nuestras voces.

Segundos más tarde, la chica rubia, y las otras once, se hallaban ahora liberadas ante mí, en medio de una colina alejada a penas un kilómetro escaso del pueblo donde estaban llevando a cabo nuestra ejecución. O eso creían.

- Me encantó tu idea de la amnesia inducida en tu plan, Alice – tarareó la chica tenebrosa con una voz de ultratumba -. Un plan genial, por cierto – sonrió.
- Ha sido fácil – me sorprendí al oír mi propia voz, tanto tiempo acallada, y al detectar en ella el mismo deje de negrura que en la de mi interlocutora.
- ¡Por supuesto! Si no notaban que éramos las trece hermanas de un mismo aquelarre, tendrían el valor de sacrificarnos juntas. ¡Valientes inútiles! – exclamó -. No saben que el poder de las trece es muy superior a su fuego vacuo.

Sonreí, y fue una sonrisa feroz, salvaje. A lo lejos, en el pueblo, los gritos de dolor de las jóvenes abrasadas por las hogueras llegaron hasta nosotras.

- ¿Quieres saber los nombres de las inocentes? – susurró la siniestra rubia junto a mí.
- No.

Me hizo gracia recordar que hacía unos minutos la había temido, cuando en realidad era ella la que sentía un fervoroso respeto hacia mí. Porque si su aura era oscura, la mía la hacía parecer blanquecina y resplandeciente.

Las trece del aquelarre, jóvenes, vivas y presas de una oscuridad ardiente, observamos la tétrica iluminación lejana de las hogueras y oímos los gritos de sus víctimas. Porque aquella noche, aquel nueve de Marzo, trece almas inocentes perecieron a manos de aquellos que creían poder vencernos. Aquella noche, el poder de las trece brujas de Engletown se acrecentó con la sangre derramada. Dulce nueve de Marzo con sabor a muerte.


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Es un poco largo, y admito que no lo he revisado, pero es mi peculiar entrada del 9 de marzo. Día un tanto especial.
Espero que no os disguste demasiado.


Xidre :)