jueves, 23 de octubre de 2008

Amanda...

Hola!

Mmmh... Bueno, como podréis comprobar, si no hace más de mil años que no pasáis por aquí [ ;) ], me he tomado la libertad de suprimir la última entrada que había publicado en el blog, titulada Ireth, el ángel del bosque, al igual que hice (concretamente cinco minutos después de publicarlo) con su segunda parte.
Espero que no sea una supresión definitiva, y que, con un poco de tiempo, pueda limar todos esos fallos que le encuentro a ese relato. Quizá no tardéis mucho en volver a verlo por aquí... Quien sabe.

Y ahora, sin más dilación, os dejo aquí una tontería (por que es que no tiene otro nombre) que escribí en un momento un poco emotivo. Espero que os guste, como siempre.
_________________________
Sólo se oían gritos, quejidos de dolor y palabras inconexas en los aullidos desesperados de las pocas personas que habían sobrevivido. Cerca, una mujer abrazaba el cadáver de su marido, ya muerto, mientras chillaba al viento su nombre; a lo lejos, una niña pequeña, con las lágrimas recorriendo su carita sucia, buscaba a su mamá entre la gente.

Recuerdo todo esto como si hubiese sido ayer mismo, y también tengo muy presente el agudo sonido de mi móvil cuando, mientras yo observaba uno de los mayores horrores vividos por la humanidad, mi familia llamaba para comprobar que seguía viva. Y lo estaba. Lamentablemente, lo estaba.

Me dolía algo, pero no me sentía capaz de identificar cuál era la parte exacta de mi cuerpo que había sido dañada, y tampoco podía mirarme a mí misma. Lo último que se me habría ocurrido en aquel momento, al contemplar el poderoso sufrimiento ajeno, al ver el alcance de la tragedia y sentir esa sensación sobrecogedora que provoca la unión entre el horror, el dolor y la compasión, era pensar en mí misma.

Y puedo asegurar que no es un sentimiento heroico, ni el deseo de autoproclamarme solidaria o compasiva, lo que me lleva a explicarlo así… Pero cuando uno ha visto, con sus propios ojos y en el lugar del suceso, cómo un hombre al que la explosión le había privado de una pierna, y cuyas heridas sangraban más de lo que yo consideraba posible, se arrastraba por el suelo hasta un niño de cabello dorado, su hijo, que lloraba con desesperación, y lo abrazaba para consolarlo. Si alguien ha contemplado semejante imagen alguna vez, comprenderá ese dolor infinito que te transmite, y esa macabra belleza que posee la escena. Mas no, no recomiendo a nadie que viva algo parecido, ni le deseo tal cosa.

Ojala pudiese decir que en esos momentos uno se alegra de estar vivo… Y, como en las películas, hasta se ve dispuesto a ayudar a los demás. Pero no, lo que se siente es un extraño distanciamiento de la vida, como si pudieses verla de lejos, como si algo te dijese que debes apreciarla porque tienes una nueva oportunidad… Pero en realidad yo, y hablo por mí, no quería tenerla. Sólo cabía en mí una pregunta, al verme rodeada de cadáveres, de ceniza, de polvo, de edificios y coches ardientes: ¿por qué yo tengo que sobrevivir y toda esa gente, todas esas mujeres, esos niños, esos jóvenes, esos hombres y, por qué no, esos ancianos, han de perecer aquí, de esta forma tan injusta?

Hay una imagen que recuerdo muy por encima de todas. Una imagen que, pese a no ser tan conmovedora como las nombradas anteriormente, ni tan macabra como muchas de las que me niego a narrar, me acompaña en muchas de mis pesadillas: un hombre joven, de poco más de veinticinco años, gritaba algo a lo que al principio ni siquiera le encontré significado. Luego lo entendí, y era una sola palabra repetida de manera incesante: Amanda…


Me acuerdo de que el joven se acercó a otro hombre que, estando claramente en estado de shock, le miró como si no le viese.

- ¡Oiga! – le chilló - ¿Ha visto usted a Amanda?
- ¿A…manda? – repitió el otro.
- Es una mujer rubia, tiene veintidós años, no es muy alta, y… está embarazada. ¿La ha visto?
- ¿A…manda?

La cara de preocupación, de angustia y de desesperación, las tres entremezcladas, que mostraba el joven hizo que se me encogiese el corazón. Le seguí con la mirada, preguntándome cómo acabaría su historia con su, probablemente, joven esposa Amanda. Pero no lo supe entonces, ni lo sabré nunca. Sólo queda en mis recuerdos una obra de un único acto y una única escena, en la que el excepcional actor se perdió entre la multitud llamando a gritos a su amada: Amanda…
_____________________________

Bueno, un beso, posibles lectores, xD.

Xidre

.